Segunda (y por ahora última) entrega de las frases que no deberíais pronunciar jamás en público si pretendéis, aunque solo sea, una mínima apariencia de profesionalidad. Os confieso que, por muchos motivos, cualquiera de las de hoy me sacan mucho de mis casillas, y os aseguro que es casi imposible cabrearme, así que id tomando nota, aunque solo sea para no decírmelas a la cara. Por favor.
«Lo importante es la historia»
De todas las frases tópicas, esta es la que en los últimos tiempos escucho más a menudo. Y me da ganas de hacerme un ovillo, acurrucarme en el sofá y ponerme a llorar fuertecito.
No sé de dónde ha salido esa idea, pero sí que se ha extendido como la pólvora, y, de verdad, no tiene nada de bueno. Y es que la historia es importante, por supuesto que sí, pero una novela es como una casa (odio los símiles sobre literatura, pero, como me ocurre con muchas cosas que odio, no puedo resistirme a ellos. Fascinación morbosa, supongo). Están los cimientos, las paredes, la fontanería, el sistema eléctrico… Tenéis la estructura y los detalles estéticos. Y si falta cualquiera de esos elementos, todo falla.
Esa idea de que «lo único importante es la historia» sigue varios caminos, normalmente defensivos. Es lo que escuchas cuando dices algo tipo «a mí es que no me gustó porque… (insértese aquí cualquier crítica al estilo, la ortografía, los personajes…)», y, desde mi punto de vista, todos intentan esconder una carencia.
¿Que vuestra ortografía y vuestra gramática son un espanto? Da igual, lo importante es la historia. Yo soy incapaz de concentrarme en un texto plagado de errores, pero, eh, no todo el mundo es sensible a la ortografía o a unas comas bien colocadas, o a un orden absurdo que hace que la frase se entienda justo al revés de como la habéis pensado. ¿Que tenéis un vocabulario de trescientas palabras escasas y creéis que lo de los diccionarios de sinónimos es una leyenda urbana? No importa, lo que cuenta es la historia.
A mí me aburre hasta la náusea leer lo que me cuenta un autor que redacta como si estuviera en una charla entre colegas, pero, oye, esa soy yo y soy muy quisquillosa. ¿Que vuestros personajes son clichés, vestidos de tópicos y maquillados con lugares comunes? Bah, qué más da. Lo importante es la historia. Que los que llevan sobre sus espaldas el peso de esa novela sean poco menos que figurines planos que mueven la boca de tarde en tarde es lo de menos. Mirad qué bonita es la historia. ¿Que creéis que solo por contar algo que os parece emocionante, tétrico, triste o angustioso vais a conseguir que el lector se emocione, se asuste, llore o se angustie? Claro, porque lo importante es la historia, ¿verdad? Pues no. Podéis redactar con precisión, pero si falta emoción, estáis vendidos. Una prosa correcta es solo eso: correcta. Y antes de que me pidáis que os lo aclare, os diré que si alguien dice de mis textos que son «correctos», desinstalo el Word y no vuelvo a teclear una línea en lo que me queda de vida. Prefiero que los odien. En serio.
«Correcto» es plano, soso, preciso en un plano técnico pero nulo en emotividad. Y si un texto no trasmite, habéis hecho el trabajo para nada. Mirad, yo sé que soy rara, pero (y me consta que hay más gente rara por el mundo) a mí si me lo contáis bien, me sirve que vuestra historia solo me narre cómo un tío cruza la calle para comprar el pan un día de lluvia. Soy así de particular, ya veis.
Si lo escribís con una prosa metódica, fluida, precisa, con los recursos justos para que no parezca un panfleto, con cada adjetivo y cada adverbio colocado en el sitio oportuno, con un ritmo adecuado, con la combinación exacta de frases largas y breves, con los trucos necesarios para despertar emociones… Si tenéis un buen estilo, yo voy a leeros con gusto. Quizá cuando acabe piense que la historia era bastante floja, pero si he disfrutado lo suficiente con la «música» de vuestras letras, seré feliz.
Y es que hay una diferencia entre escribir un libro y contar un cuento. No tengo nada en contra de los cuentacuentos, al contrario, me encantan, pero no son novelistas. No me digáis que lo único que importa es la historia, porque, sin ir más lejos, a mí no me vais a convencer solo con eso. Y no soy la única, de verdad.
Y a lo mejor creéis que lo que importa es la historia y no tenéis ninguno de estos defectos, pero cuando ya llevas tanto tiempo como yo arrastrando el esqueleto por el mundo de las letras, en cuanto escuchas la frasecita, arrugas la nariz y desconfías. Mucho. Y no es buena idea hacer que el lector desconfíe ya antes de leeros. Yo prefiero que el autor me decepcione en el orden lógico.
«La culpa fue del corrector» o «la culpa es del lector (que no entiende mi arte)».
Bien, puede ser que tu corrector estuviera agobiado de trabajo, con los números rojos persiguiéndolo como espíritus malignos y los ojos en las manos después de diecisiete horas seguidas delante del teclado. No os lo voy a discutir, porque puede pasar.
Pero voy a hacer dos puntualizaciones: en primer lugar, la responsabilidad de tener una ortografía y una gramática decentes es vuestra. Y sí, un corrector puede tener un mal momento y dejar pasar algún dedazo, pero dejará pasar más si no dais una en todo el texto. Quizá por simpatía profesional, cuando alguien de cuya novela se ha dicho que estaba plagada de faltas y horrores ortotipográficos me dice esta frase, lo primero que pienso es «Pobre corrector, a saber cómo estaría antes».
Que sí, que él tendría que haber hecho un buen trabajo, pero vosotros también. No le echéis toda la culpa.
En segundo lugar, otra versión de «El corrector es imbécil» se da cuando al autor no le hacen gracia sus correcciones. Entiendo que enfrentarse a un texto, que creíais perfecto, lleno de tachones rojos, resaltados, comentarios y modificaciones le hunde la moral a cualquiera, pero no hace falta que discutáis cada cambio, de verdad. El trabajo del corrector es señalarlos, luego vosotros haced lo que os dé la real gana, que para eso es vuestra novela. No conseguís nada enfadándoos, no conseguís nada quejándoos de que esas repeticiones estaban ahí a propósito, no conseguís nada criticándole que «no es el autor y que debería dejaros desarrollar el texto sin tanta restricción».
Porque, veréis, ya os deja. Que os diga que algo es más correcto de otro modo, que os señale que es mejor usar un término que otro, que os marque las repeticiones, los extranjerismos, que… lo que sea no lo hace por fastidiar. Lo hace, insisto, porque es su trabajo. No por justificar el sueldo (que lo he oído), no por querer tiraros la obra abajo porque es un envidioso (también lo he oído), no porque no entienda de literatura (que lo he oído y me he reído mucho). Lo hace porque tiene que hacerlo, pero la decisión final es vuestra. Vuestra y de nadie más. No merece la pena enfadarse con alguien que solo hace su trabajo porque no sois capaces de separarlo de vuestro orgullo herido.
En cuanto a los pobres y sufridos lectores que no entienden vuestro arte… Bueno, quizá no es muy buena idea que os pongáis en contra de quien os da de comer. No lo es en este trabajo ni en ningún otro. Yo soy de las que piensa que el cliente siempre tiene la razón cuando su razón coincide con la mía, pero si no la tiene tampoco se la voy a quitar, porque voy a perder más de lo que puedo ganar.
Eso por un lado. Por el otro, ¿os habéis planteado que si no entienden tu arte, por algo es? No, ¿verdad? Pues eso. Y si no podéis evitar justificaros ante vosotros mismos con estas frases, bien, vale, no pasa nada. Podéis repetíroslas delante del espejo. A oscuras. Tres veces. A ver si se os aparece el espíritu de algún gran escritor y os da una colleja.
Pero, por favor, por favor, no las uséis en público. Y con «en público» también me refiero a los comentarios en vuestras redes sociales, que todo se sabe y queda… ¿lo adivináis? Exacto. Poco profesional.