17 Jun
17Jun

Aquellos que tienen la suerte, o la desgracia, de conocerme en persona saben que hay una frase que repito hasta el hartazgo. Bueno, hay muchas (entre ellas «Dame el chocolate y nadie resultará herido»), pero en cuestiones literarias creo que las palabras que salen de mi boca de forma más recurrente son: «Un poquito de profesionalidad, por favor».
   Porque, claro, como esto de vivir de escribir es algo que en este país pueden hacer cuatro (y no sé si de una forma muy glamurosa), tendemos a pensar que no es una profesión, o eso me parece a mí. ¿Y qué ocurre cuando piensas que lo que haces no es una profesión? Pues que no te comportas de manera profesional. No me voy a meter en charcos demasiado profundos a estas horas (es domingo, son las diez de la mañana y aún no he llegado a mi segundo café), así que no voy a recomendar formación, práctica y trabajo duro, porque me van a hablar del talento y no estoy de humor (repito, es domingo, son las diez y me faltan dos cafés por lo menos).
  No, la verdad es que, como vivimos en un mundo de apariencias, voy a centrarme en unas cuantas frases que deberíais eliminar de vuestro vocabulario si queréis ofrecer una imagen más o menos profesional. Os diría que por esto de lo que tiene que parecer la mujer del César, pero la verdad es que aborrezco ese refrán, así que digamos que es lo que tiene que ser y ya. Y tendréis el plus de no hacer que los que ya llevan bastante tiempo en el mundillo, y han visto de todo, pongan los ojos en blanco, se lleven la mano a la frente y, en el peor de los casos, huyan a golpearse la cabeza contra la pared del baño para quitar de su mente esas palabras que ya han escuchado mil setecientas ochenta y nueve veces a otros tantos autores.
  Y como cuando me he puesto a escribir me he dado cuenta de que tengo frases suficientes para redactar una enciclopedia de muchos tomos, pues voy a contaros unas pocas y para el próximo día más, por esto de que, ya sabéis, tampoco tengo tantas ideas y hay que aprovecharlas.

«Yo es que no tengo tiempo para leer»

¿Perdón? A ver, quizá peco de ingenua, pero a la escritura se llega a través de la lectura. Es el orden lógico: lees y, en algún momento, te planteas que te gustaría probar a escribir tus propias historias. O a escribir esa historia que te gustaría leer. Pero no te levantas una mañana, sin haber tocado un libro en tu vida (porque los de lectura obligatoria te los pasaste por el forro y viste la película), o incluso habiendo leído uno o dos, y piensas que puedes sentarte delante de una pobre página en blanco, inocente de todo, y perpetrar «esa historia que te ronda en la cabeza». Sí, todos tenemos mil historias rondándonos por la cabeza, pero no todos sabemos contarlas y menos por ciencia infusa. Es como cantar: todos tenemos un aparato fonador, pero el mío, por ejemplo, es incapaz de emitir dos notas armónicas seguidas ni aunque sea la única forma de abrir la puerta de la fortaleza que me separa de una muerte segura a manos de un ejército de orcos furiosos.
  Parte del trabajo del escritor es leer. Leer mucho, leer de todo. Leer lo bueno para aprender y lo malo para saber lo que no quieres hacer. Pero leer. Parte de vuestra rutina diaria debería de incluir la lectura, y si no es así, al menos disimulad. No queda molón decir que no se lee, y más entre escritores, para los que se supone que la lectura es algo ya no necesario, sino imprescindible. No es profesional.

«Con el trabajo que me ha costado escribir el libro, ¿cómo se atreven a criticármelo?»
Una de mis favoritas, lo confieso, junto con cualquiera de sus variantes que implique lamentarse en público de una crítica negativa.
  A nadie le gustan las críticas negativas. A nadie. Nadie dice «Oh, qué chachi, me han destrozado la novela, pero voy a aprender muchísimo y es genial». No, qué va. A lo mejor lo piensas, lo meditas, llegas a la conclusión de que el que ha convertido a tu criatura en un puñado de confeti tenía toda la razón, aprietas los dientes e intentas aprender de tus errores, pero alegrarte, lo que se dice alegrarte, no te alegras. Quieres desinstalar el procesador de textos, quieres insultar al crítico.
  Quieres matar.
  Pues contente. La única manera profesional de reaccionar a una crítica feroz (si es que te ves en la imperiosa e incontrolable necesidad de reaccionar de algún modo)  es decir «Gracias por tu tiempo». Y, como mucho, añadir un «Lamento que no te haya gustado». Y ya. Cualquier cosa que añadas a esas dos frases te hará quedar muy mal. Y, por supuesto, tampoco es de recibo enviar a tus fans a quejarse por ti, porque aquí todos sabemos lo que hay y no van a mirar mal al amiguito que salta en tu defensa. Una vez más, te van a mirar mal a ti.
  Y ahora, lo sé, es cuando me dices que el crítico tiene muy mala leche, que lo conoces, que te aborrece y que te lo está haciendo a propósito. Vale, ¿y? ¿No te enseñaron tus papás eso de que no hay mejor desprecio que no dar aprecio? Pues eso. Suponiendo que tengas razón, y que hayan ido a por ti sin justificación (y conste que siempre se puede encontrar una justificación para criticar una novela. Siempre. No hay nada perfecto bajo el sol ardiente y las nubes que anuncian lluvia), por pura mala idea, lo único que vas a conseguir quejándote es que el público piense que no sabes encajar las críticas. Y, por enésima vez, no es profesional. Miscelánea o deja que sean los demás los que canten las alabanzas de tu novela.
  Si hay algo que me deja contemplando a un escritor con la sonrisa congelada, la mirada vidriosa y la mente en la lista de la compra, son todas esas frases de autobombo que he escuchado más de mil veces y que, por pura experiencia (aunque pueda engañarme, no lo niego) ya no me creo.

«Mi novela es muy original»

Fijo. Todas lo son.
  Para alguien.
 Alguien que no necesariamente tiene que ser parte de la mayoría, pero para alguien sí.
  Os voy a contar algo muy triste: todo está inventado. Todo. No hay nada nuevo, y cuando alguien os dice que una novela le ha parecido muy original, en un porcentaje altísimo lo que quiere decir es que para él ha sido muy original. Cuantos más libros llevas a tus espaldas, menos originalidad encontrarás, porque al final todo se repite, asimilas todas las estructuras y sabes en el minuto quince que el pobre psiquiatra está muerto.
  Así que deja que sean los demás quienes decidan que tu obra es original, porque para los que no lo es vas a quedar… eh… no demasiado bien.

«Soy el Stephen King (o insértese aquí cualquier nombre de autor megaconocido al uso) español», «Soy como (insértese de nuevo nombre archifamoso), pero en bueno»

No es malo tener influencias. Todos las tenemos y la mayoría las reconocemos sin problemas. Pero de ahí a equipararte a alguien porque sí, por acercarte al Olimpo de los Dioses de la Literatura con Mayúsculas (o con minúsculas, que casi es peor), pues no queda bonito. Deja que sean otros los que te comparen, y sonríe con modestia si te sientes halagado. Pero no te subas tú al podio, que siempre va a haber quien esté dispuesto a bajarte de una patada.
  

Todo esto no os va a convertir en mejores escritores
 No, en absoluto. Quizá sí os convierta en mejores escritores asumir que no sois perfectos, que no lo sabéis todo, que siempre os va a quedar por aprender mucho más de lo que ya sabéis. Quizá os convierta en mejores escritores asumir las críticas, olvidarlas cuando no tienen fundamento y asimilarlas y corregiros cuando sí lo tienen. Quizá os convierta en mejores escritores leer todo lo que cae en vuestras manos y más de lo que podéis permitiros.
 Pero, al menos, daréis una buena imagen. Una imagen profesional, que, lo creáis o no, es fundamental en cualquier ámbito laboral.
Y caeréis mejor, lo prometo. 


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